De interés

La siguiente reunión será en casa de Pierre el día domingo 3 de noviembre de 2010.

Saturday, November 20, 2010

El Hombre feo

Hace algunos meses Pierre Castro (el tipo de los lentes amarillos, amante de cierto reptil del norte del país) se convirtió el primer K-lato en poner sus letras en papel. Un éxito rotundo, estoy seguro. Sólo esa noche habrá vendido la mitad del tiraje de "Un Hombre Feo". Y por su puesto, los otros K-latos no podíamos dejar de asistir a tan desenfrenado evento. Aquí el testimonio de aquella noche.
GRANDE BITCH

En la foto de izquierda a derecha del lector: Miguel Ángel, Pierre , Elizabeth , Ever  y Regina.

Monday, May 03, 2010

Próxima reunión

Salve romanos:

Para comunicarles que la reunión K-lata de este mes se llevará a cabo el día de los idus de mayo (o sea el sábado 15).
La reunión será, como de costumbre y si no hay mejor parecer, en mi casa, cuya dirección ya saben, la hora, la de siempre a las 17.30.
Hemos decidido retornar las reuniones a los días sábados como eran inicialmente por ser un día más cómodo para la mayoría. Si hubiese alguna sugerencia al respecto, nos la comunican en la reunión misma.

Los textos, ya se han enviado con anterioridad, pero si aún no los tuviesen, estarán colgados en el grupo. Aquí el link para descargarlos:

Por favor, no olviden llevar sus textos para los comentarios debidos. Las pautas: que trate sobre un personaje conocido, real o de ficción, en que se narre un hecho anterior o posterior a un hecho también conocido de la vida del personaje que desemboque en el hecho conocido o que este sea el punto de partida.

Si tueviesen algún inconveniete o duda, pueden comunicarse con nosotros en cualquier momento a través de nuestro correo electrónico: kalatosencombi@gmail.com

Saludos a todos y no le tengan miedo al resfrío, sigamos despreciando los ropajes.

Administradores

Tuesday, March 02, 2010

RECUERDO A PEDRADAS

Juan Manuel entró en la cafetería casi por inercia. Al salir del hotel no tenía decidido hacia dónde ir, simplemente se había puesto a caminar, sin prisa, por las calles estrechas de aquel pueblo con apariencia de recién fundado. El lugar, amplio, con muebles de madera, grandes ventanas que hacían innecesarias las luces artificiales, estaba casi vacío, sólo dos turistas que parecían ser pareja en una mesa apartada de la puerta que tomaban helados y un anciano con un café, que parecía frío, cerca de una de las ventanas; aún así se detuvo unos segundos a buscar una mesa, de preferencia una que le evite la mirada directa hacia la caja, lugar del administrador, el mismo en que el año anterior había conocido a Marlene, la delgada morena de cabellos lacios que le hizo retroceder en la cólera cuando airado reclama por lo mal que le estaba atendiendo Fausto, un enjuto señor de edad indefinida entre los cincuenta y los ochocientos años a quien, vaya dios, ahí estaba, sentado junto a la barra, mirándolo atento y con una mueca que parecía una sonrisa.
- No lo despedimos –le contó Marlene en el restaurante que quedaba a dos cuadras del hotel– porque conoce a todo el mundo y todo el mundo lo conoce en este lugar.
Los ojos enormes, negros, de Marlene parecían materializarse en ese segundo en que a punto estaba de dar media vuelta y salir de ahí, pero era justamente ese recuerdo el que lo detuvo e hizo decidir por entrar.
- No eres el primero de afuera que se queja de Fausto. No serás el último tampoco, te lo aseguro. Fausto trabaja ahí desde antes que yo llegara y ya yo me iré de este mundo y él seguirá ahí.
- Ni que fuese eterno.
- Él no, pero yo tampoco.
Ella esquivó el intento de continuar la línea de conversación qué el proponía a propósito de esa frase y llevó la conversación por otro lado.
- ¿Y cada cuánto vienes por aquí?
- Esta es la segunda vez que vengo. La anterior fue el año pasado, cuando Javier me pidió que vea cuáles eran las posibilidades de abrir una sucursal aquí. Ya sabes, allá abajo –se refería a la ciudad que quedaba a unos quince minutos en auto por una carretera afirmada que se mantenía también en las mismas condiciones– parece estar todo ocupado y siempre hay bulla, en cambio aquí parece más un lugar de retiro, una opción “distinta”, dice Javier, para los turistas: menos bulla, poca gente, la visión hacia la ciudad es encantadora. Él ya conocía este lugar, pero, aún así, dijo, si yo vuelvo será a vacacionar o a morirme, no a hacer investigaciones de campo, así que vas tú.
- Pues hace bien, este lugar es bueno para descansar, retirarse, como dices tú, o morirse.
- ¿Va a pasar o quiere trabajo de “guachimán”? –la voz rasposa y el dejo arrastrado de Fausto lo sacó de sus recuerdos. Seguía siendo tan impertinente y osco como lo recordaba.
- Me sentaré.
- Entonces pase que no deja entrar a la gente.
Esa frase le causó gracia a Juan Manuel que no había visto entrar a nadie a la cafetería.
Se pidió una gaseosa helada, la marca regional, la única que llevaban hasta ese lugar que se había negado al cambio aún incluso con la llegada de los cientos de turistas que buscaban el “hotel de retiro”, como lo habían rebautizado algunos, o el “hotel de la resaca”, como lo llamaban otros. No mi señor, le dijo el alcalde, aquí la gente no ha cambiado en años, y no lo va a hacer porque vengan unos cuantos gringos a dormir la borrachera.
- Y tú ¿por qué estás aquí?
- Vine hace unos meses con un grupo de amigos, limeños todos, a pasar unas semana de juerga y aventura. Ya sabes, lo típico, subir el cerro, cruzar el río, mirar el paisaje, tomarme fotos y emborracharnos todas las noches.
- Pero ¿por qué te quedaste?
- No me quedé, volví. Estaban construyendo tu hotel la primera vez que vine. Igual, ya me habían contado que venían muchos a pasar un rato tranquilo aquí, así que decidí venir a conocer este “pacífico pueblo” y me quedé.
- Y tu familia.
- Bien gracias.
Marlene adoptaba una actitud displicente cada que Juan Manuel trataba de indagar acerca de asuntos privados o familiares. Ella se limitó, el resto de la comida a contarle las bondades de los alrededores, bondades que no aparecían, como de costumbre, en los folletos de tours que ofrecían las agencias. También habló del trabajo, tema que le crispaba el humor.
- Y eso que no conoces al dueño. Ese viejo, compadre de Fausto, bueno, aquí todos son compadres de ese hombre, es el rico del pueblo, todos quieren emparentarse con él y a todos los acoge, les hace favores, les presta plata y ha terminado siendo dueño de la mitad del todo. Una noche, estaba entregando las cuentas, muy a mi pesar, por cierto, porque el tipo estaba borrachísimo, me dijo, cuando le dije que era un avaro: ya soy dueño de la mitad, me falta la otra no más. Se refería al pueblo, hasta el alcalde le debe favores.
- Y vive aquí.
- Claro, aquí nadie se emparentaría con quien no conoce. Le conviene quedarse aquí. A veces me dan ganas de incendiar este lugar ¿sabes? Quizás lo haga algún día… Pronto… -la frase quedó flotando en el ambiente.
Los turistas se habían ido ya hace un rato, el anciano parecía disecado frente al café que a esas alturas definitivamente estaba frio y la gaseosa no llegaba.
- ¡Fausto, podrías apurarte con la gaseosa!
- Falta para la gaseosa.
Juan Manuel había ido la segunda vez al pueblo para estar presente en la inauguración del hotel, fue en esa ocasión que conoció a Malene cuando lo del primer incidente con Fausto. Y en el siguiente medio año había regresado una docena de veces para verla a ella, hasta que ella murió del cáncer que le había ocultado desde el primer día y la verdadera razón de su retiro: era insoportable seguir en mi casa –decía la carta que le había escrito, fechada a los dos meses de conocerse–, me trataban como a una moribunda, así que vine a internarme en este pueblo que de por sí ya me parece que está muerte. Es algo idílico, sabes, porque cada mañana tengo la sensación de que por fin un ventarrón arrasará con estas chozas y hasta con tu hotel, como en el libro de García Márquez, de ese modo siento que mi muerte será como de novela y no como el de una miserable enferma junto a una familia que he dejado de extrañar. Recién había comprendido por qué ella había remarcado que de incendiar ese lugar no habrían consecuencias. Igual, ella jamás lo hizo.
Luego de recoger las cosas de Marlene y entregárselas a su madre, Juan Manuel había decidido evitar en lo posible regresar, delegaba todos los asuntos en Martín, un compañero de trabajo a quien le fascinaba viajar a cualquier lugar, estación del año o medio de transporte. Pero, esta vez no había podido esquivar la obligación de venir: el dueño de esa maldita fonda de pueblo había entablado una serie de acciones contra el hotel ante la municipalidad y el juzgado de paz, por eso había llegado con el abogado de la empresa, también.
- ¡Fausto, y la gaseosa!
- No hay gaseosa, se ha terminado.
- Media hora te has demorado para decirme que no hay gaseosa.
- ¿Y cuál es el problema? – era la voz de alguien que salía de detrás de un pared de madera.
- ¡Llevo bastante rato sentado en esa mesa esperando por una gaseosa y ahora me dicen que no hay! ¿No podían decírmelo de inmediato?
- No, no podían.
- Puedo hablar con el adminstrador.
- Yo soy el administrador.
Juan Manuel supo en ese momento que aquel hombre era el hijo del dueño quien se encargaba de la administración, había tomado el puesto unas semanas después de la muerte de Marlene. Sabía por Martín que había estado tentando suerte por Lima pero que entre mujeres, alcohol y juegos no había logrado nada más que convertirse en un don nadie con pinta de matón de barriada.
- Ahora entiendo.
- ¿Entiende qué?
- Nada que usted no pueda entender.
Juan Manuel se disponía a salir, había dado unos pasos cuando sintió el golpe en la espalda que lo lanzó de bruces.
- ¡Hijo de puta!
- ¿Se tropezó? –el tono sarcástico del matón lo llenó de ira, pero lo mejor era dejar las cosas así, sabía que en un mano a mano con aquel hombre iba a ser él el perdedor seguro.
Se levantó, furioso, pero aparentando calma, salió a la calle. Menos mal no había nadie en ese lugar, así que la vergüenza no sería mayor, pero algo haría, algo tendría que hacer. Mientras caminaba por una calle medio empinada el recuerdo de Marlene, sus encuentros, la última vez la vio, sus quejas, sus lágrimas al recordar la vez que el infeliz este la había violado y la impotencia de no poder hacer nada contra ese infeliz que heredaría la mitad del pueblo y los favores de la otra mitad lo llenaron de rabia, de impotencia.
- Me gustaría incendiar ese lugar. No lo hago, porque es el único donde he podido conseguir un trabajo, me pagan una miseria, pero aquí la vida es tan miserable que con eso me alcanza.
Juan Manuel se detuvo, tomo una piedra bastante grande del suelo, dio media vuelta y se dirigió al lugar. Sólo recordaba después el momento en que vio al sujeto aquel de espaldas parado detrás de una de las ventanas y cómo, en un alarde de velocidad, fuerza y puntería, le había logrado darle en la cabeza destrozando los vidrios de una de las ventanas. Las demás piedras no sabe cómo llegaron a sus manos, menos que las haya lanzado y causado tanto destrozo. El resultado: el anciano casi muerto y matón también. El abogado le había dicho, entre gritos que era un perfecto imbécil, que además de los problemas en la policía lo más probable era que las quejas contra el hotel no fueran archivadas, ese vejete va a joder.
- Debí bajarme a ese viejo también y luego quemar todo –contestó.

Flucito, febrero de 2010

Thursday, February 25, 2010

Muete en Sayán*

Nunca nadie se hubiese imaginado que tal matanza podría darse una hermosa tarde de otoño.
Los valles de Sayán no conocían lluvia desde el día en que murió el cura Felipe y todo aquel que había comido del festín real, en la celebración de la boda que él celebró, del hijo mayor de Juan Verduz, el dueño de Sayán, hace quince años atrás. Todos murieron, a excepción de Juan Verduz, su nuera Inocencia y la servidumbre, el primero por no estar aquel día en la hacienda e Inocencia que no comió por haber estado con vómitos producto de sus dos meses de gestación.
El resto de asistentes: tres curas de la iglesia, la abadesa, el arzobispo que visitaba el lugar, el alcalde, las amistades del valle con quien compartía la misa de los domingos, todos hacendados con quienes mantenía algún comercio, los padres y hermanos de la novia, viejos los primeros, jóvenes los últimos, y hasta el hijo y recién esposo Serafín murieron por la tarde, horas después.
El entierro, al cual asistió el pueblo entero, se dio en el cementerio construido semanas atrás. Apenas algunas lápidas estaban puestas. Aún no había llantos desconsolados, ni arreglos de flores. No existían muchos pésames dentro de la ciudad ni los funerales ni velorios. Todo eso hubo en el entierro de los muertos aquel día.
-          Quiero un lugar aquí – pronunció cargando de forma cruzada en la espalda una criatura.
 No asistió Inocencia que estaba fulminada en su cama y continúo estándolo hasta el día del parto. Juan Verduz volvió a la ciudad el mismo día, cuando recibió el telégrafo de lo acontecido. Informado buscó al causante y aunque nadie lo afirmaba, todos sospechaban de Benjamin Salazar de los Cerros.
-          Tenemos diez en la hilera E, el de los presos, unos treinta en la D, en el ala izquierda – contestó el guardia.
Era un pueblerino llegado hace un año, andaba por los cerros, cubierto con túnicas oscuras, una larga barba, un bastón mustio y la mayoría de las veces era visto de mañana, con los albores entre las cosechas de hierbas o de noche, en los bares tomando ginebra. A veces traía su propia bebida.
-          Déme el que está en el Pabellón principal al lado de la fuente, la primera de la mano izquierda, en el altar reservado para los Verduz.
-           Pero, señora…
-          Registro 342.
Quienes lo conocían decían que hacía brujería. Que había curado de un mal a la esposa del dueño del bar dándole una pócima, que curó de la locura a la madre del alcalde, enfermedad que la acompañaba desde que murió su esposo, entre otras atribuciones increíbles. Habían quienes juraban haberlo visto acompañado de un animal desconocido, parecido al perro pero con patas de gallina; caminar por el cementerio a medianoche cargando agua desde el río hasta su casa, en los cerros, alejado de los demás.
-          ¿Para cuándo lo quiere listo?
-          Dentro de tres días.
-          ¿Quién será enterrado?
-          Mi hijo.
-          ¿El señor Verduz sabe de esto?
-          No es necesario que sepa, aquello que no le afecte -. El guardia la vio cruzar la fuente principal que decoraba el pabellón A, donde estaban las criptas, luego el umbral de la entrada y pasar la bocacalle, con dirección al camino que conduce a las haciendas.
-          ¿Hijo? Se preguntó el guardia con la cara borneada - Pobre. Está loca. Se volvió loca.
Inocencia dio a luz a un hijo al que llamaron Serafín como a su padre. Su abuelo lo crío con todas las riquezas posibles, pero él prefería ensuciarse en el polvo corriendo tras los conejos o recogiendo espigas y trigos, recogiendo las mazorcas, oliendo el maíz caliente.
De Benjamín Salazar no se comprobó el delito, pero Verduz lo mandó a traer y azotar hasta que confiese, pero lo único que pronunció fue una frase que retumbó en los oídos de los que escucharon “dolor sin pecar, no es sentido”.
Varios juraron haber visto a Inocencia entrar en la medianoche a la guarida de Benjamin Salazar. Rumoreaban de gritos de placer, otros de espantos. Cada quien tenía una historia distinta, pero llena de frivolidades. Juraban haberla visto llevar un cerdo, comprar medicamentos y llevárselos. Creyeron que estaba aprendiendo embrujos y la acusaron ante el cura. Fue por aquella vez en el que Inocencia dijo que ya no saldría más a medianoche. Días después fue vista con una carga en la espalda sujeta cruzada.
- Señora, lo sentimos mucho, falleció, sus pulmones no aguantaron – informó el doctor.
- ¡Lárguense! ¡Y llévense a ese que está vivo! – gritó Inocencia. Llevaba horas gritando de dolor y exasperación.
- Lo haré, pero siempre pido algo a cambio. – dijo Benjamin Salazar de los Cerros.
- ¿Cuánto dinero quieres? – Respondió Inocencia.
- ¡Es tu culpa maldita sea, es tu culpa!
- Cállate Inocencia – susurró Juan Verduz.
- No señora, no se equivoque, yo no cobro por mis artes, mis artes no se venden. Sin embargo, solo hago trueques. Al dueño del bar le cobré con vasos de ginebra los días de otoño, a veces, sabe, me da un frío en la garganta; al alcalde le pedí que me conceda un lugar para vivir en los cerros, y así señora: yo solo pido cosas que necesito.
- Que clase de trueque me corresponde por hacer que el cuerpo de mi hijo no se pudra como el cerdo que va a matar cuando le traiga.
- Estas tierras se secarán como se secarán mis ojos, como ya está seco mi vientre. Maldito Verduz.
- Inocencia estás loca. Te volverás loca.
- Yo no tengo hijos, pero quisiera criar uno, por eso entiendo que usted quiera retener al suyo, yo le doy un hijo medio muerto, usted me da un hijo medio vivo.
- ¿Serafín? ¿Que le dé a Serafín?
- ¿Serafín? Que bonito nombre.
De un momento a otro, se pudo ver al niño Serafín acompañando a Salazar de los Cerros en los albores recogiendo alimentos.
-          Señor, su nieto ha entrado a cuidados. El otro está estable.
-          ¿El otro? ¿Tuve dos nietos?
-          Así es Señor, Inocencia tuvo gemelos.
El día del entierro Inocencia alistó el cuerpo de su hijo nacido muerto hace ocho años atrás. No estaba descompuesto. Salazar de los Cerros lo había untado con grasas e inyectado con pociones y así había logrado persistir aquel cuerpecito rosado y diminuto.
Benjamin no se conformó con tenerlo un rato y lo invitaba por las tardes con pretexto de enseñarle sus artes. Así le enseñó las artes que dominaba y se convirtió en un símbolo de religiosidad en la zona. Quince años y fue cremado y sepultado en la única tumba que estaba vacía en el pabellón A, adornando la última lápida que fue puesta en el cementerio en 1963, con el nombre de: Aquí descansa Serafin Verduz, símbolo religioso de Sayán.


*(El título de este cuento ha sido puesto por el moderador ya que el autor no ha puesto alguno)

Saturday, January 30, 2010

Enfermera

Cuando sonó el despertador Dante notó que su esposa no había dormido con él, ya que el lado derecho de las sábanas estaba helado. Pensó que tal vez Nora estaba de guardia en el hospital y había olvidado avisarle. Prendió la luz de su cuarto porque era invierno y amanecía cada vez más tarde. Al entrar al baño para cepillarse los dientes recordó que era casi la hora de darle el biberón a su pequeño hijo, así que fue a la cocina a calentar la leche que Nora dejaba en la refrigeradora cada vez que tenía que trabajar de noche. Sin embargo, cuando abrió la puerta de la refrigeradora no logró encontrar los envases de leche materna. Frunció el ceño preocupado. Prendió la luz de la sala para poder llamar al trabajo de Nora. Elsa, otra enfermera del hospital, contestó el teléfono y le dijo que su esposa no estaba de guardia. Colgó y se quedó parado al lado del teléfono por varios minutos.
La puerta del cuarto del bebé era de color blanco y de la perilla colgaba un pequeño letrero que decía “bienvenido a la familia”. En el momento en que intentó abrir la puerta, el niño empezó a llorar. Fue entonces que sintió que algo malo había sucedido. Las paredes tenían papel tapiz celeste con nubes blancas y al lado de la cuna del mismo color estaba sentada Nora con su uniforme puesto, mirando fijamente a su hijo. No parecía no haber notado su presencia, ni escuchar a las preguntas que le hacía. Cuando la tocó en el hombro, ella no se inmutó. Sólo lo miró cuando Dante tomó al niño en brazos.

- ¿Dónde has estado? – le reclamó.
- Cuidando a mi hijo del peligro – le respondió Nora como si no lo conociera.
- ¿Has estado aquí toda la noche? – inquirió Dante, ya menos enojado.

Nora preparó el desayuno y lo puso en la mesa. Dante trabajaba en una oficina de seguros y salió de su cuarto con el terno puesto y su maletín negro en la mano. Tomó el café despacio mientras veía a su esposa, que no se había servido nada, ordenar las cosas de la cocina. Apenas cerró la puerta de la casa tuvo un mal presentimiento. Nora le había puesto la mejilla cuando Dante intentó despedirse con el beso usual que se daban a diario. A pesar de eso Dante subió a su auto y pensó que ella estaría molesta por algo. Le compraría algún regalo antes de llegar a casa y le pediría disculpas, aún sin saber qué había pasado.

Dante olvidó todo lo sucedido sumergido en su trabajo de oficina. Estuvo tan ocupado que incluso olvidó el regalo que tenía pensado comprar. En casa, Nora ya tenía el piyama puesto. Él fue a saludar a su hijo que estaba durmiendo plácidamente. Cuando regresó a la sala, su esposa le sonrío ofreciéndole un té. Aprovechó para preguntarle qué había sucedido y ella le dijo que estaba muy cansada que tal vez deberían irse a dormir. Él también estaba muy cansado, así que aceptó.

Se despertó sobresaltado por el llanto de su bebé. Quiso pronunciar el nombre de su esposa pero no podía mover los labios. Pensó que tal vez aún estaba medio dormido, así que trató de sentarse. Dante abrió los ojos grandes cuando se dio cuenta que no podía moverse. Le costaba trabajo incluso respirar. Ningún músculo le respondía. Parecía estar atrapado en su propio cuerpo. Atrapado sin salida alguna. Sin embargo aún podía escuchar claramente el llanto de su bebé haciéndose cada vez más pausado. Es una pesadilla, trató de ser lógico. Así que cerró los ojos pensando que quizás cuando los abriera aquel sueño habría terminado. A pesar de eso, le invadía un temor y no se decidía a abrirlos.

Resolvió por fin hacerlo cuando dejó de escuchar el llanto de su pequeño. Vio a Nora parada a su lado alargando la mano para acariciarle la frente. Trató de sonreír pero no pudo, menos aún mover si quiera un dedo. Respiró más fuerte, abriendo y cerrando los ojos para tratar de decirle a su querida Nora que lo ayude. Ella retiró su mano y lo acomodó en la cama. Empezó a tararear la melodía que utilizaba para que su hijo se durmiera.

Dante había estado con Nora por más de 6 años. Ella no había quedado embarazada sino hasta el año pasado. Su bebé tenía apenas 8 meses. Y todo ese tiempo Dante podría decir que habían sido felices. Nora nunca había sido muy cariñosa ni expresiva pero siempre lo había querido. Al menos eso creía Dante hasta que la vio traer a su hijo muerto agarrado de los pies.

La palabra ayuda era demasiado larga, y lo único que se pudo escuchar a pesar de todas sus fuerzas, fue un gemido tenue. Nora acomodó el cuerpo inerte del niño a su lado. Tendió las sábanas y la colcha para taparlos. Acomodó las almohadas, sin dejar de tararear. Una lágrima de impotencia caída dibujando el rostro de Dante. Lo último que escuchó fue la puerta cerrarse con llave, sintió de pronto que no tenía ya fuerzas para sostener los párpados. Y aunque luchó por no quedarse dormido, antes de hacerlo le quedó la última esperanza de que todo esto fuera tan sólo una pesadilla. Y que el despertador sonaría para sacarlo de su imaginativo inconsciente.

SANDRA
(ENERO DE 2010)

La cura del insomnio

Esta noche no me han sonreído.

Sonrieron desde la primera noche. La noche del mismo día que tuve que ir al médico general. El médico era un tipo bajito y amable. Le dije que no podía dormir bien.

¿Quiere dormir? Es lo único que le importa en este momento ¿verdad? Entonces me dijo que lo que necesitaba era compañía.

También me recetó algunas píldoras.

Salí de allí pensando que era otro médico barato que fungía de psicólogo y que las pastillas no servirían para nada, que tal vez sí necesitaba un psiquiatra pero no iba a ser él precisamente.

Trabajé y pasé mi día como siempre. Pero esa noche tampoco pude dormir.

Con el siseo, había empezado el maldito insomnio. Días de días escuchando ese siseo mientras trataba de dormir. El otorrino no había encontrado nada anormal en el oído, así que me mandó a un médico general. Y el médico este había sido muy predecible: pastillas. Y ahora oía el siseo, otra vez el siseo.

Luego los vi.

Estaban observándome, acomodados en todo el cuarto, entre mis libros, mis estantes, mis cuadros. Me miraban. No supe calcularles la edad; aún ahora, no puedo decirlo con exactitud. Eran varios y me sonreían. Todos estaban en trajes elegantes, tanto hombres como mujeres. Parecía que fuesen a una función de ópera. ¡Pero era mi habitación!

Mantuve los ojos fuertemente cerrados el resto de la noche, apretando los párpados para no ver.
El médico me enviaría a un psiquiatra, eso lo daba yo por hecho.

- El sueño es una ilusión, una ilusión para no sentir. Ha tenido usted suerte. No le pasa a todo el mundo. Hay gente que sigue creyendo en esas ilusiones. Solo algunos acceden a la verdad.

- ¿Cuál verdad? ¡Estoy enloqueciendo!

- Cálmese, ya se acostumbrará.

Me ha tocado un farsante, pensé. Un idiota que se limita a recetar pastillas y decir frases hechas.

- No va a hacer que se vayan. Solo complicará más las cosas.

- ¿…?

- Cuando ellos lo decidan, todo habrá terminado.

Me largué tirando la puerta del consultorio. Necesitaba ayuda urgente y, lo peor de todo, es que me había tocado otro loco. Alguien que no se daba cuenta de su enfermedad mental o quizás alguno de esos fanáticos que creen que el fin del mundo está cerca y esas cosas. A lo mejor me iba a pedir que me uniera a su secta.

Esa noche volvieron a aparecer. Yo no quería verlos. Me envolví entre frazadas. Sudé. Me desesperé, pero no dormí. Tomé el frasco de pastillas que me había recetado el médico y lo tiré a la basura. Volví a cerrar muy fuerte los ojos. Ellos no se habían ido cuando los volví a abrir. Y, además, estaban sonriendo más de la cuenta. Sonreían y miraban a un punto fijo de la habitación. Miraban directamente a los pies de mi cama. Ahí estaba el frasco de pastillas que había tirado a la basura, echado entre mis piernas.

El siseo comenzó otra vez. Y una mano pequeñita empezó a acariciarme los cabellos. Era la mano de una niña de diez años, ella era uno de ellos. Me acariciaba la cabeza y me señalaba el frasco.

Empecé a temblar mucho pero obedecí. Fui a la cocina y cogí un vaso; regresé a mi habitación, me tomé la pastilla con mucha agua. La niña sostuvo el frasco, mirándolo como si fuese un juguete nuevo.

Me envolví entre las sábanas. La niña comenzó a reírse bajito, como conteniendo la risa entre sus manos. A la risa la acompañaba ese raro siseo que había sido el origen de todo. La mano de la mujer que estaba a su lado, mano enguantada, larga y discreta, se posó sobre el hombro de la pequeña y esta calló de inmediato. Traté de dormir. La niña volvió a acercarse y posó su manita en mi frente. Me dormí de inmediato.

Soñé con casas antiguas. Pisos de madera vieja. Rectas sillas de metal. Jarras de porcelana. Olor a tabaco dulce. Y ellos conversando entre una partida de dominó con fichas mohosas. Tan elegantes como habían entrado a mi cuarto. Me llamaban para unirme a la partida. Pero yo no jugaba con ellos. La niña los observaba.

Desperté con fiebre y sudor. Era de mañana y ellos ya no estaban conmigo a esas horas.

El día fue gris, aburrido. No sentía el pasar de las horas. No tenía nadie con quien hablar. Quería decir que tenía miedo. Gritarlo. ¿Quién me iba a creer? Primero la soledad y, ahora, la locura.

Esa noche los volví a ver. Volví a soñar con ellos. Casas antiguas. Partidas de dominó. Una niña golpeteando rítmicamente el piso de madera con sus pequeños pies. Abanicos.

Me harté y decidí recomenzar. Visité a otro médico. Le rogué que hiciera algo o me iba a tirar por la ventana. Exactamente eso le dije: haga algo o me tiro por la ventana esta noche. Me mandó una serie de análisis y exámenes. Dijo que encontraríamos una solución, que la medicina moderna controla eficazmente las alucinaciones. Lo dijo con el mismo tono con el que pidió mi nombre para la ficha médica. No me recetó pastillas.

Las mías ya se habían terminado, pero esa noche volví a soñar lo mismo. La excepción fue que teníamos un invitado: el psiquiatra que acababa de visitar aquel día. No sonreía como los otros. Jugó dominó y perdió en el juego. La niña lo tomó de la mano y se lo llevó a otro lado de la casa. No volvió a aparecer.

Desperté con una horrible sensación de búsqueda inútil. Acudí al consultorio nuevamente a ver al nuevo doctor. No estaba. Por alguna razón, el consultorio había cerrado ese día.

- ¿Qué quieren de mí? – les pregunté a mis visitantes esa noche.

No me contestaron. La niña solo me tomó de la mano hasta que me volví a dormir.

Esa noche tuvimos compañía. Más rostros tristes. Gente anónima que yo no conocía pero cuyo destino parecía ya haber sido marcado. Jugaban con ellos y perdían.

Esta noche no me han sonreído. Simplemente no tienen expresión. Solo la niña tiene ese aire tétrico de alguien que ha sufrido una gran pérdida.

Quiero gritar, pero no me sale. Quiero llorar y tampoco puedo. Solo me queda morderme los labios muy fuertemente.

Encima de la cama, a mis pies, primorosamente colocado sobre papel de seda, hay un traje elegante, como los de mis compañeros. También es antiguo, de una época indefinida. No necesito probármelo para saber que me quedará.

Entonces entendí lo que el primer doctor había querido decir con lo de la compañía.

Esta noche estrenaré traje. También jugaré dominó.

La niña sisea, contiene sus lágrimas. Luego me coge de la mano y salgo de la cama para vestirme.

REGINA CONTRERAS
(Enero 2010)

Pensamientos materiales

Llevaba consigo no sólo libros científicos, sino también manuales de ritos chamánicos, traducciones de los jeroglíficos de las pirámides egipcias, libros de hechizos y pócimas, además de los manuales de algunas iglesias para sacerdotes e iniciados en ritos de exorcismo y misas de sanación; tenía docenas de libros que ya había leído sobre la filosofía zen, yoguis, masones; manuales de criptología y simbología de todos los tiempos y lugares. Llevaba esos incómodos libros plagados de supersticiones y leyendas infundadas porque ese había sido el inicio de todo, ahí estaba aquello que los primeros noéticos habían visto y que los habían llevado a sospechar que, en efecto, habían cosas que siguiendo el camino convencional no se podían explicar y así a crear esta maravillosa ciencia.
Llevaba ya cinco meses leyendo y estudiando esos absurdos manuales cuando decidió que, con solo la lectura no comprendería del todo el por qué aquellos rituales sin sentido podrían conferir a hombres comunes esos poderes especiales que lograban curar personas, retrasar el envejecimiento, convertir la materia y, en los casos más extremos, controlar hasta a la naturaleza misma. Había visto demasiado de estos casos a través de las grabaciones de los cinco primeros noéticos –que habían habitado esta misma casa y montado un laboratorio de observaciones ahí mismo, laboratorio del que, lamentablemente, no quedaban rastros. Pero también había visto con despecho cómo cada uno de los experimentos que estos realizaran habían desembocado sino en un rotundo fracaso, al menos en resultados menos que mediocres: mover un péndulo, cristalizar de forma armoniosa las moléculas del hielo, pero nada más. Los estudios prometían más o mejores resultados, los que significarían una verdadera revolución en la forma de ver al hombre y su relación con el mundo: el pensamiento como materia, por lo tanto cuantificable, aislable y manipulable; además del derrocamiento de dios como ser supremo y la colocación del hombre en la real cúspide de la evolución, el control total de la materia, el hombre como su propio creador, el fin del mito de la resurrección de los muertos, al fin podríamos saber qué hay después de la muerte. Traerse abajo los mitos que habían dominado la religión durante siglos era algo bastante llamativo y peligroso, claro, tanto así, que los cinco noéticos habían sido asesinados en esa misma casa de forma bastante extraña y por personas que jamás pudieron ser identificadas, pero que él estaba convencido, no se trataba de nadie más que de sectas de fanáticos religioso que ya los habían señalado como los herejes de la nueva era. Cincuenta años habían pasado desde el surgimiento de esta ciencia y treinta desde de la muerte de los cinco noéticos y él estaba dispuesto a recomenzar con todo, costase lo que costase.

El primero costo que advirtió era que ya no contaba con voluntarios para llevar adelante las observaciones y experimentos. Y aún consiguiéndolos, la ciencia noética estaba ya tan desacreditada que nadie apostaba por ella. Las cosas tendría que hacerlas él mismo.
Lo primero fueron los ejercicios Krisna, viajes astrales, concentración, elevación del alma. Lo único que logró fue darse un susto una noche en que durmiendo sintió como comenzaba a elevarse y al ponerse pie, o al menos eso sintió, pudo verse a sí mismo durmiendo tranquilamente en la cama. El sobresalto lo despertó y estaba, en efecto, echado en su cama en la misma posición en que se había visto a sí mismo. Vamos, se dijo, esto ha sido sólo un sueño.
Algunas semanas después tuvo que interrumpirse mientras llevaba a cabo ejercicios de concentración y meditación porque algunos libros de la biblioteca habían caído estrepitosamente en medio de la biblioteca. Se dirigió presuroso a acomodar aquellos libros y mientras lo hacía notó que no todos los libros que yacían desparramados en el piso tenían lugar en los estantes, algunos habían estado ya en el piso, apilados en algunos rincones a la espera de clasificación, incluso vio que aquel que había estado ojeando la noche anterior se encontraba en medio de la pirámide que ahora era necesario ordenar.
Este hecho, por supuesto, lo dejó un poco inquieto, pero no lo suficiente como para detenerlo. Con el transcurrir de los días habían tenido lugar sucesos similares, utensilios de cocina, los muebles, su cama, la ropa. Luego de los ejercicios de concentración algunas cosas se encontraban siempre fuera de lugar. La respuesta sólo podía ser una: telequinesis ¿Había logrado acaso desarrollar facultades telequinéticas? Esto sí era realmente sorprendente. Decidió continuar. Las cosas no cambiaron, sino por el contrario, cada vez era mayor la cantidad de cosas que lograba mover de un lado a otro. Esto debía ser monitoreado y seguido, pero, a estas alturas no sólo tenía ya dentro de sí un impulso científico, sino también un ánimo lúdico había comenzado a germinar en su interior. Dominado el poder telequinético, había comenzado a pasarse el día moviendo cosas de un lado a otro con la mente, encender la tele sin tocar el control, abrir los caños, apagar las luces, lo había logrado: el control total de la mente sobre la materia.
El primer paso estaba dado. Con esto, pensaba, podría, en efecto llevar adelante su trabajo, en él mismo estaban sucediendo esas cosas, la ciencia noética despertaría otra vez el interés de la comunidad científica, el hombre podrá dar el gran salto, el verdadero gran salto en la escala evolutiva, la apoteosis estaba cerca.

Pudiendo dominar la telequinesis ya había dado un gran paso, sólo había una explicación para este fenómeno, pensaba él, y es que en efecto los pensamientos son materia, sólo así podría explicarse por qué es que puede mover cosas con sólo pensar en ello.
Pero, las cosas comenzaron a salirse de control, algunas cosas comenzaban a moverse sin pensar en ello, su mente, al parecer comenzaba a actuar de forma autónoma, sin poder él mismo dominarla. A veces no podía ni dormir debido al ruido de las cosas cayendo, volando, chocando unas con otras, no había modo de lograr el orden en aquella casa que ahora parecía de locos ¿qué demonios pasa? Se preguntaba. Los ejercicios de concentración no ayudaban en lo absoluto, el miedo comenzó a apoderarse de él, pues, sentía que algo había hecho mal. Pensamiento, materia, dominio, se repetía qué pasa, qué sucede, yo debería controlar esto. Pero no, las cosas ahora parecían tener vida propia, se movían constantemente. Salir no era una opción, no sabía cómo iban las cosas en la calle desde hace dos días, no podía comer, quizás un poco de agua pero no más. La casa parecía embrujada. ¡Basta! Gritó la tarde del tercer día en que no soportaba ver las cosas en movimiento ¡Basta! Materia, pensamiento, dominio, pensamiento, materia.
Lo peor vino después, cuando ya no sólo eran las cosas moviéndose, era las conversaciones en las otras habitaciones, palabras articuladas que al principio no entendía pero que luego comenzó a comprender, eran conversaciones sobre noética, gente que hablaba de lo mismo que él sabía, experimentos, observaciones, materia. Salía corriendo a buscar a esas personas, no estaban. Qué sucede. Buscó uno de los libros de los cinco noéticos, leyó, quería una explicación y sólo ellos habían esbozado algunas: los pensamientos pueden en efecto ser materia, por lo tanto objetos de observación y estudio científico… Eso ya lo sé. Si los pensamientos son materia entonces cabe la posibilidad de que estos no desaparezcan con la muerte física, ya que, al desprenderse de…
¡Almas en pena! Los noéticos habían concluido en almas en pena, eso también lo sabía, pero creía que eran rezagos de adoctrinamiento religioso lo que los había llevado a pensar en eso, los muertos están muertos, la materia de sus pensamientos se acaba con la muerte… ¿O no? De pronto comenzó a verlos, ahí estaban, los cinco noéticos, los reconocía por las innumerables fotos que se habían tomado alguna vez, los vídeos de los experimentos, la sala de observaciones, los aparatos para los encefalogramas, todo, ahí estaba todo en medio del caos de las cosas moviéndose de un lado a otro, hablaban. Ustedes, qué hacen aquí, están muertos, no hay vida después de la muerte, gritaba desesperado, no puede ser. De pronto cayó al suelo entre gemidos y lágrimas. Se durmió.
Lo siguiente era despertarse, ponerse de pie, no sentía hambre a pesar de saber que llevaba ya casi cuatro días sin comer, tampoco sueño, ni siquiera cansancio. Era casi medio día, la luz que entraba por la ventana invadía todos los espacios, la casa se encontraba en un desorden infernal y en medio de las cosas desparramadas su cuerpo tendido en medio de la biblioteca. El sobresalto lo despertó de golpe, abrió los ojos, levantó la cabeza y pudo ver nuevamente todos los libros regados por la habitación, salió despacio y caminó hacia la sala, todo en el más descomunal de los desórdenes, divisó la puerta de la cocina y sintió hambre.