De interés

La siguiente reunión será en casa de Pierre el día domingo 3 de noviembre de 2010.

Tuesday, March 02, 2010

RECUERDO A PEDRADAS

Juan Manuel entró en la cafetería casi por inercia. Al salir del hotel no tenía decidido hacia dónde ir, simplemente se había puesto a caminar, sin prisa, por las calles estrechas de aquel pueblo con apariencia de recién fundado. El lugar, amplio, con muebles de madera, grandes ventanas que hacían innecesarias las luces artificiales, estaba casi vacío, sólo dos turistas que parecían ser pareja en una mesa apartada de la puerta que tomaban helados y un anciano con un café, que parecía frío, cerca de una de las ventanas; aún así se detuvo unos segundos a buscar una mesa, de preferencia una que le evite la mirada directa hacia la caja, lugar del administrador, el mismo en que el año anterior había conocido a Marlene, la delgada morena de cabellos lacios que le hizo retroceder en la cólera cuando airado reclama por lo mal que le estaba atendiendo Fausto, un enjuto señor de edad indefinida entre los cincuenta y los ochocientos años a quien, vaya dios, ahí estaba, sentado junto a la barra, mirándolo atento y con una mueca que parecía una sonrisa.
- No lo despedimos –le contó Marlene en el restaurante que quedaba a dos cuadras del hotel– porque conoce a todo el mundo y todo el mundo lo conoce en este lugar.
Los ojos enormes, negros, de Marlene parecían materializarse en ese segundo en que a punto estaba de dar media vuelta y salir de ahí, pero era justamente ese recuerdo el que lo detuvo e hizo decidir por entrar.
- No eres el primero de afuera que se queja de Fausto. No serás el último tampoco, te lo aseguro. Fausto trabaja ahí desde antes que yo llegara y ya yo me iré de este mundo y él seguirá ahí.
- Ni que fuese eterno.
- Él no, pero yo tampoco.
Ella esquivó el intento de continuar la línea de conversación qué el proponía a propósito de esa frase y llevó la conversación por otro lado.
- ¿Y cada cuánto vienes por aquí?
- Esta es la segunda vez que vengo. La anterior fue el año pasado, cuando Javier me pidió que vea cuáles eran las posibilidades de abrir una sucursal aquí. Ya sabes, allá abajo –se refería a la ciudad que quedaba a unos quince minutos en auto por una carretera afirmada que se mantenía también en las mismas condiciones– parece estar todo ocupado y siempre hay bulla, en cambio aquí parece más un lugar de retiro, una opción “distinta”, dice Javier, para los turistas: menos bulla, poca gente, la visión hacia la ciudad es encantadora. Él ya conocía este lugar, pero, aún así, dijo, si yo vuelvo será a vacacionar o a morirme, no a hacer investigaciones de campo, así que vas tú.
- Pues hace bien, este lugar es bueno para descansar, retirarse, como dices tú, o morirse.
- ¿Va a pasar o quiere trabajo de “guachimán”? –la voz rasposa y el dejo arrastrado de Fausto lo sacó de sus recuerdos. Seguía siendo tan impertinente y osco como lo recordaba.
- Me sentaré.
- Entonces pase que no deja entrar a la gente.
Esa frase le causó gracia a Juan Manuel que no había visto entrar a nadie a la cafetería.
Se pidió una gaseosa helada, la marca regional, la única que llevaban hasta ese lugar que se había negado al cambio aún incluso con la llegada de los cientos de turistas que buscaban el “hotel de retiro”, como lo habían rebautizado algunos, o el “hotel de la resaca”, como lo llamaban otros. No mi señor, le dijo el alcalde, aquí la gente no ha cambiado en años, y no lo va a hacer porque vengan unos cuantos gringos a dormir la borrachera.
- Y tú ¿por qué estás aquí?
- Vine hace unos meses con un grupo de amigos, limeños todos, a pasar unas semana de juerga y aventura. Ya sabes, lo típico, subir el cerro, cruzar el río, mirar el paisaje, tomarme fotos y emborracharnos todas las noches.
- Pero ¿por qué te quedaste?
- No me quedé, volví. Estaban construyendo tu hotel la primera vez que vine. Igual, ya me habían contado que venían muchos a pasar un rato tranquilo aquí, así que decidí venir a conocer este “pacífico pueblo” y me quedé.
- Y tu familia.
- Bien gracias.
Marlene adoptaba una actitud displicente cada que Juan Manuel trataba de indagar acerca de asuntos privados o familiares. Ella se limitó, el resto de la comida a contarle las bondades de los alrededores, bondades que no aparecían, como de costumbre, en los folletos de tours que ofrecían las agencias. También habló del trabajo, tema que le crispaba el humor.
- Y eso que no conoces al dueño. Ese viejo, compadre de Fausto, bueno, aquí todos son compadres de ese hombre, es el rico del pueblo, todos quieren emparentarse con él y a todos los acoge, les hace favores, les presta plata y ha terminado siendo dueño de la mitad del todo. Una noche, estaba entregando las cuentas, muy a mi pesar, por cierto, porque el tipo estaba borrachísimo, me dijo, cuando le dije que era un avaro: ya soy dueño de la mitad, me falta la otra no más. Se refería al pueblo, hasta el alcalde le debe favores.
- Y vive aquí.
- Claro, aquí nadie se emparentaría con quien no conoce. Le conviene quedarse aquí. A veces me dan ganas de incendiar este lugar ¿sabes? Quizás lo haga algún día… Pronto… -la frase quedó flotando en el ambiente.
Los turistas se habían ido ya hace un rato, el anciano parecía disecado frente al café que a esas alturas definitivamente estaba frio y la gaseosa no llegaba.
- ¡Fausto, podrías apurarte con la gaseosa!
- Falta para la gaseosa.
Juan Manuel había ido la segunda vez al pueblo para estar presente en la inauguración del hotel, fue en esa ocasión que conoció a Malene cuando lo del primer incidente con Fausto. Y en el siguiente medio año había regresado una docena de veces para verla a ella, hasta que ella murió del cáncer que le había ocultado desde el primer día y la verdadera razón de su retiro: era insoportable seguir en mi casa –decía la carta que le había escrito, fechada a los dos meses de conocerse–, me trataban como a una moribunda, así que vine a internarme en este pueblo que de por sí ya me parece que está muerte. Es algo idílico, sabes, porque cada mañana tengo la sensación de que por fin un ventarrón arrasará con estas chozas y hasta con tu hotel, como en el libro de García Márquez, de ese modo siento que mi muerte será como de novela y no como el de una miserable enferma junto a una familia que he dejado de extrañar. Recién había comprendido por qué ella había remarcado que de incendiar ese lugar no habrían consecuencias. Igual, ella jamás lo hizo.
Luego de recoger las cosas de Marlene y entregárselas a su madre, Juan Manuel había decidido evitar en lo posible regresar, delegaba todos los asuntos en Martín, un compañero de trabajo a quien le fascinaba viajar a cualquier lugar, estación del año o medio de transporte. Pero, esta vez no había podido esquivar la obligación de venir: el dueño de esa maldita fonda de pueblo había entablado una serie de acciones contra el hotel ante la municipalidad y el juzgado de paz, por eso había llegado con el abogado de la empresa, también.
- ¡Fausto, y la gaseosa!
- No hay gaseosa, se ha terminado.
- Media hora te has demorado para decirme que no hay gaseosa.
- ¿Y cuál es el problema? – era la voz de alguien que salía de detrás de un pared de madera.
- ¡Llevo bastante rato sentado en esa mesa esperando por una gaseosa y ahora me dicen que no hay! ¿No podían decírmelo de inmediato?
- No, no podían.
- Puedo hablar con el adminstrador.
- Yo soy el administrador.
Juan Manuel supo en ese momento que aquel hombre era el hijo del dueño quien se encargaba de la administración, había tomado el puesto unas semanas después de la muerte de Marlene. Sabía por Martín que había estado tentando suerte por Lima pero que entre mujeres, alcohol y juegos no había logrado nada más que convertirse en un don nadie con pinta de matón de barriada.
- Ahora entiendo.
- ¿Entiende qué?
- Nada que usted no pueda entender.
Juan Manuel se disponía a salir, había dado unos pasos cuando sintió el golpe en la espalda que lo lanzó de bruces.
- ¡Hijo de puta!
- ¿Se tropezó? –el tono sarcástico del matón lo llenó de ira, pero lo mejor era dejar las cosas así, sabía que en un mano a mano con aquel hombre iba a ser él el perdedor seguro.
Se levantó, furioso, pero aparentando calma, salió a la calle. Menos mal no había nadie en ese lugar, así que la vergüenza no sería mayor, pero algo haría, algo tendría que hacer. Mientras caminaba por una calle medio empinada el recuerdo de Marlene, sus encuentros, la última vez la vio, sus quejas, sus lágrimas al recordar la vez que el infeliz este la había violado y la impotencia de no poder hacer nada contra ese infeliz que heredaría la mitad del pueblo y los favores de la otra mitad lo llenaron de rabia, de impotencia.
- Me gustaría incendiar ese lugar. No lo hago, porque es el único donde he podido conseguir un trabajo, me pagan una miseria, pero aquí la vida es tan miserable que con eso me alcanza.
Juan Manuel se detuvo, tomo una piedra bastante grande del suelo, dio media vuelta y se dirigió al lugar. Sólo recordaba después el momento en que vio al sujeto aquel de espaldas parado detrás de una de las ventanas y cómo, en un alarde de velocidad, fuerza y puntería, le había logrado darle en la cabeza destrozando los vidrios de una de las ventanas. Las demás piedras no sabe cómo llegaron a sus manos, menos que las haya lanzado y causado tanto destrozo. El resultado: el anciano casi muerto y matón también. El abogado le había dicho, entre gritos que era un perfecto imbécil, que además de los problemas en la policía lo más probable era que las quejas contra el hotel no fueran archivadas, ese vejete va a joder.
- Debí bajarme a ese viejo también y luego quemar todo –contestó.

Flucito, febrero de 2010