De interés

La siguiente reunión será en casa de Pierre el día domingo 3 de noviembre de 2010.

Thursday, February 25, 2010

Muete en Sayán*

Nunca nadie se hubiese imaginado que tal matanza podría darse una hermosa tarde de otoño.
Los valles de Sayán no conocían lluvia desde el día en que murió el cura Felipe y todo aquel que había comido del festín real, en la celebración de la boda que él celebró, del hijo mayor de Juan Verduz, el dueño de Sayán, hace quince años atrás. Todos murieron, a excepción de Juan Verduz, su nuera Inocencia y la servidumbre, el primero por no estar aquel día en la hacienda e Inocencia que no comió por haber estado con vómitos producto de sus dos meses de gestación.
El resto de asistentes: tres curas de la iglesia, la abadesa, el arzobispo que visitaba el lugar, el alcalde, las amistades del valle con quien compartía la misa de los domingos, todos hacendados con quienes mantenía algún comercio, los padres y hermanos de la novia, viejos los primeros, jóvenes los últimos, y hasta el hijo y recién esposo Serafín murieron por la tarde, horas después.
El entierro, al cual asistió el pueblo entero, se dio en el cementerio construido semanas atrás. Apenas algunas lápidas estaban puestas. Aún no había llantos desconsolados, ni arreglos de flores. No existían muchos pésames dentro de la ciudad ni los funerales ni velorios. Todo eso hubo en el entierro de los muertos aquel día.
-          Quiero un lugar aquí – pronunció cargando de forma cruzada en la espalda una criatura.
 No asistió Inocencia que estaba fulminada en su cama y continúo estándolo hasta el día del parto. Juan Verduz volvió a la ciudad el mismo día, cuando recibió el telégrafo de lo acontecido. Informado buscó al causante y aunque nadie lo afirmaba, todos sospechaban de Benjamin Salazar de los Cerros.
-          Tenemos diez en la hilera E, el de los presos, unos treinta en la D, en el ala izquierda – contestó el guardia.
Era un pueblerino llegado hace un año, andaba por los cerros, cubierto con túnicas oscuras, una larga barba, un bastón mustio y la mayoría de las veces era visto de mañana, con los albores entre las cosechas de hierbas o de noche, en los bares tomando ginebra. A veces traía su propia bebida.
-          Déme el que está en el Pabellón principal al lado de la fuente, la primera de la mano izquierda, en el altar reservado para los Verduz.
-           Pero, señora…
-          Registro 342.
Quienes lo conocían decían que hacía brujería. Que había curado de un mal a la esposa del dueño del bar dándole una pócima, que curó de la locura a la madre del alcalde, enfermedad que la acompañaba desde que murió su esposo, entre otras atribuciones increíbles. Habían quienes juraban haberlo visto acompañado de un animal desconocido, parecido al perro pero con patas de gallina; caminar por el cementerio a medianoche cargando agua desde el río hasta su casa, en los cerros, alejado de los demás.
-          ¿Para cuándo lo quiere listo?
-          Dentro de tres días.
-          ¿Quién será enterrado?
-          Mi hijo.
-          ¿El señor Verduz sabe de esto?
-          No es necesario que sepa, aquello que no le afecte -. El guardia la vio cruzar la fuente principal que decoraba el pabellón A, donde estaban las criptas, luego el umbral de la entrada y pasar la bocacalle, con dirección al camino que conduce a las haciendas.
-          ¿Hijo? Se preguntó el guardia con la cara borneada - Pobre. Está loca. Se volvió loca.
Inocencia dio a luz a un hijo al que llamaron Serafín como a su padre. Su abuelo lo crío con todas las riquezas posibles, pero él prefería ensuciarse en el polvo corriendo tras los conejos o recogiendo espigas y trigos, recogiendo las mazorcas, oliendo el maíz caliente.
De Benjamín Salazar no se comprobó el delito, pero Verduz lo mandó a traer y azotar hasta que confiese, pero lo único que pronunció fue una frase que retumbó en los oídos de los que escucharon “dolor sin pecar, no es sentido”.
Varios juraron haber visto a Inocencia entrar en la medianoche a la guarida de Benjamin Salazar. Rumoreaban de gritos de placer, otros de espantos. Cada quien tenía una historia distinta, pero llena de frivolidades. Juraban haberla visto llevar un cerdo, comprar medicamentos y llevárselos. Creyeron que estaba aprendiendo embrujos y la acusaron ante el cura. Fue por aquella vez en el que Inocencia dijo que ya no saldría más a medianoche. Días después fue vista con una carga en la espalda sujeta cruzada.
- Señora, lo sentimos mucho, falleció, sus pulmones no aguantaron – informó el doctor.
- ¡Lárguense! ¡Y llévense a ese que está vivo! – gritó Inocencia. Llevaba horas gritando de dolor y exasperación.
- Lo haré, pero siempre pido algo a cambio. – dijo Benjamin Salazar de los Cerros.
- ¿Cuánto dinero quieres? – Respondió Inocencia.
- ¡Es tu culpa maldita sea, es tu culpa!
- Cállate Inocencia – susurró Juan Verduz.
- No señora, no se equivoque, yo no cobro por mis artes, mis artes no se venden. Sin embargo, solo hago trueques. Al dueño del bar le cobré con vasos de ginebra los días de otoño, a veces, sabe, me da un frío en la garganta; al alcalde le pedí que me conceda un lugar para vivir en los cerros, y así señora: yo solo pido cosas que necesito.
- Que clase de trueque me corresponde por hacer que el cuerpo de mi hijo no se pudra como el cerdo que va a matar cuando le traiga.
- Estas tierras se secarán como se secarán mis ojos, como ya está seco mi vientre. Maldito Verduz.
- Inocencia estás loca. Te volverás loca.
- Yo no tengo hijos, pero quisiera criar uno, por eso entiendo que usted quiera retener al suyo, yo le doy un hijo medio muerto, usted me da un hijo medio vivo.
- ¿Serafín? ¿Que le dé a Serafín?
- ¿Serafín? Que bonito nombre.
De un momento a otro, se pudo ver al niño Serafín acompañando a Salazar de los Cerros en los albores recogiendo alimentos.
-          Señor, su nieto ha entrado a cuidados. El otro está estable.
-          ¿El otro? ¿Tuve dos nietos?
-          Así es Señor, Inocencia tuvo gemelos.
El día del entierro Inocencia alistó el cuerpo de su hijo nacido muerto hace ocho años atrás. No estaba descompuesto. Salazar de los Cerros lo había untado con grasas e inyectado con pociones y así había logrado persistir aquel cuerpecito rosado y diminuto.
Benjamin no se conformó con tenerlo un rato y lo invitaba por las tardes con pretexto de enseñarle sus artes. Así le enseñó las artes que dominaba y se convirtió en un símbolo de religiosidad en la zona. Quince años y fue cremado y sepultado en la única tumba que estaba vacía en el pabellón A, adornando la última lápida que fue puesta en el cementerio en 1963, con el nombre de: Aquí descansa Serafin Verduz, símbolo religioso de Sayán.


*(El título de este cuento ha sido puesto por el moderador ya que el autor no ha puesto alguno)